Más que un terreno: la propiedad rural como pilar de la autonomía femenina

Leni Viviana Murcia Naranjo – Directora del Observatorio de Derecho Agrario de UniAgraria.

Ingrid Lorena Quintero Bastida – Directora del programa de Derecho de UniAgraria.

Karen Lorena Delgado Ríos– Estudiante del programa de Derecho de UniAgraria. 

La posesión de tierras en América Latina no solo representa un recurso material, sino también un factor clave en la autonomía económica de las mujeres. Tener acceso a la propiedad les permite fortalecer su capacidad de negociación y avanzar en su empoderamiento financiero. Por ello, es fundamental comprender cómo se distribuye la tenencia de la tierra entre hombres y mujeres y analizar el impacto que tiene para la mujer rural el ser dueña de una parcela, una finca, un hato, un terruño. Más allá de la propiedad misma, este derecho se traduce en estabilidad, oportunidades y una mayor participación en la toma de decisiones sobre su futuro y el de su comunidad.

El empoderamiento económico de las mujeres se fundamenta en varios aspectos esenciales que les permiten consolidar su autonomía y mejorar su bienestar. Entre ellos, destaca la facultad de generar ingresos y administrarlos de manera independiente, lo que les brinda mayor seguridad y control sobre sus recursos. Además, su participación en la gestión de los recursos del hogar les permite decidir cuánto aportar y cómo distribuir los ingresos, contribuyendo a una administración equitativa. A esto se suma, el derecho de adquirir bienes a su nombre y disponer de ellos según sus propias necesidades y objetivos, fortaleciendo su independencia financiera. Finalmente, la capacidad de intervenir en las decisiones familiares relacionadas con la adquisición y uso de activos generados por el núcleo doméstico les otorga una mayor influencia en la construcción de un futuro estable y sostenible para ellas y sus familias.

A lo largo de América Latina y otras regiones del mundo, los movimientos de mujeres han resaltado la relevancia de la autonomía financiera como un eje fundamental para su desarrollo. La implementación de programas de microcrédito y el impulso de iniciativas de emprendimiento han sido ejemplos claros de estrategias dirigidas a fortalecer su independencia económica. Además, se ha señalado que su participación en las decisiones financieras del hogar suele estar vinculada a la existencia de una fuente de ingresos propia. Sin embargo, el verdadero poder de negociación de las mujeres dentro del ámbito familiar no se limita solo a sus ingresos, sino que abarca una serie de factores clave, como la distribución equitativa de tareas, la educación de los hijos y la planificación del futuro. De este modo, fomentar su inclusión activa en estos procesos es esencial para avanzar hacia una sociedad más equitativa y con mayores oportunidades para todas.

Así las cosas, la propiedad rural es un pilar fundamental para la autonomía y estabilidad de la mujer campesina. Más que un recurso económico, la tierra representa su sustento, su identidad y su conexión con la comunidad y la naturaleza. De esta forma, contar con tierras a su nombre no solo les permite producir alimentos y generar ingresos, sino que también fortalece su voz en la toma de decisiones familiares y comunitarias.

Sin embargo, históricamente, las mujeres rurales han enfrentado dificultades para acceder a la propiedad de la tierra debido a barreras legales, sociales y económicas. A pesar de ello, han demostrado una gran capacidad de resistencia, organizándose en colectivos y promoviendo iniciativas para la defensa de sus derechos agrarios. La propiedad rural no solo empodera a la mujer campesina individualmente, sino que también impulsa el desarrollo sostenible de su entorno, permitiendo que las comunidades prosperen con un modelo más equitativo e inclusivo.

La tenencia y propiedad de la tierra no es una tarea sencilla, implica una gran responsabilidad y está respaldada por derechos fundamentales garantizados por el Estado, entre estos se encuentran el derecho a la propiedad y la tenencia segura de la tierra, el derecho a la restitución de tierras despojadas, el derecho a la no discriminación en el acceso a la tierra, el derecho a participar en la toma de decisiones sobre el territorio y el derecho a una vida digna y libre de violencias. Sin embargo, la implementación de estos derechos ha sido un proceso complejo y lento, lo que ha resultado en que las mujeres rurales continúen enfrentando barreras burocráticas, amenazas por el conflicto armado y falta de apoyo real por la institucionalidad colombiana.

El concepto de “derecho efectivo a la tierra” va más allá del simple acceso a un terreno. Es fundamental diferenciar entre la posibilidad de trabajar la tierra, ya sea a través de acuerdos familiares o arrendamientos, y el derecho legítimo de propiedad, que garantiza la capacidad de usufructo y la libertad de arrendar, hipotecar, heredar o vender. Como señalan Deere y León (2002), para que exista un control real sobre la tierra, es necesario que la persona pueda decidir sobre su uso, impedir que otros la utilicen sin permiso y transferir la titularidad según su criterio.

Más allá del reconocimiento legal, el derecho efectivo a la tierra también implica un reconocimiento social, donde la persona realmente tiene el poder de decidir sobre su propiedad y los beneficios que esta genera, por ejemplo, muchas mujeres heredan tierras y tienen posesión legal sobre ellas, pero su autonomía real se ve limitada cuando se espera que cedan su herencia a un hermano o cuando su propiedad pasa a ser administrada por el hombre como jefe de hogar. Esto evidencia que el control sobre la tierra no solo depende de la legislación, sino también de las dinámicas sociales que determinan quién tiene la verdadera capacidad de gestión sobre un territorio. Por eso, más que un terreno adjudicado o titulado, la propiedad rural es el pilar de la autonomía femenina campesina.

La reducción de la pobreza es un desafío fundamental para el desarrollo rural y la disminución de las desigualdades sociales y territoriales. En este contexto, el análisis se divide en tres ejes clave: la pobreza multidimensional que afecta a las mujeres rurales, la pobreza monetaria y los ingresos, y los programas destinados a fomentar la generación de recursos en el ámbito rural. A través de estos aspectos, se evidencia que las mujeres en zonas rurales enfrentan obstáculos aún más marcados en comparación con otros grupos poblacionales.

Entre los principales hallazgos se destaca que, en 2020, el 37,3% de las mujeres rurales en Colombia se encontraban en situación de pobreza multidimensional, un porcentaje muy cercano al de los hombres rurales (36,9%). Sin embargo, la brecha entre las mujeres rurales y urbanas es preocupante, con una diferencia de 24,7 puntos porcentuales en perjuicio de las mujeres del campo. Además, entre 2019 y 2020, la incidencia de pobreza multidimensional en mujeres rurales aumentó en 3,0 puntos porcentuales, regresando a niveles similares a los registrados en 2016, lo que evidencia la persistencia de un problema estructural que requiere soluciones urgentes y efectivas.

En este contexto, aunque la población rural enfrenta las mayores condiciones de pobreza y exclusión en el país, las mujeres que habitan estas zonas son quienes sufren las peores consecuencias. Ellas representan el grupo más vulnerable dentro de los sectores empobrecidos y marginados, enfrentando barreras aún más profundas que limitan su acceso a derechos, recursos y oportunidades.

De acuerdo con los datos obtenidos en la Encuesta Nacional Agropecuaria (ENA) del segundo semestre de 2019, la gran mayoría de las mujeres productoras rurales—un 89,1%—afirma ser propietaria de su Unidad de Producción Agropecuaria (UPA), mientras que un 5,3% opera bajo un esquema de arrendamiento, un 2,0% tiene usufructo sobre la tierra y un 3,6% accede a su producción mediante otras formas de tenencia.

Además, en el mismo período, el 24,7% de los predios utilizados para actividades agropecuarias en zonas rurales eran gestionados exclusivamente por mujeres productoras. En contraste, los hombres lideraban el 73,2% de las UPA, mientras que solo el 2,1% de estos espacios productivos eran administrados de manera conjunta por ambos géneros.

En cuanto a la extensión de las UPA, se observa una tendencia significativa: el 60,1% de aquellas dirigidas únicamente por mujeres tienen una superficie menor a tres hectáreas, cifra considerablemente mayor al 45,9% registrado en las UPA gestionadas solo por hombres. Por otro lado, en las unidades productivas de mayor extensión—de tres hectáreas o más—la presencia masculina sigue predominando, lo que refleja una brecha en el acceso y control de tierras según el género en el sector agropecuario.

Se resalta de acuerdo con los datos mencionado que, el acceso a la tierra puede darse a través de distintos mecanismos, como la herencia familiar, la asignación comunitaria, las políticas estatales o el mercado. Sin embargo, la brecha de género en la propiedad de la tierra se origina en múltiples factores estructurales. Entre ellos, se destacan la tendencia a priorizar a los hombres en la herencia, los privilegios que reciben dentro del matrimonio, la distribución desigual de tierras en comunidades campesinas e indígenas y las barreras que enfrentan las mujeres en los programas de redistribución estatales. Además, los mercados de tierras reflejan sesgos de género que dificultan el acceso de las mujeres a la propiedad, perpetuando desigualdades que impactan su autonomía y desarrollo económico.

Así las cosas, la tenencia y propiedad de la tierra para las mujeres rurales resulta ser un reto de enorme envergadura, que implica reconocer en ella su papel como sujetos productivos y políticos, cuestionar las prácticas sociales que conllevan estereotipos de género, y traducir las políticas y leyes en acciones concretas para la redistribución de la tierra con enfoque de género.

Entonces, es momento de reivindicar el rol de las mujeres rurales en la agricultura y en la defensa de la soberanía alimentaria. Ellas no solo garantizan el sustento de sus comunidades, sino que también contribuyen activamente a la preservación de prácticas agrícolas sostenibles, cuidado y manejo medioambiental y relevo generacional.

En conclusión, la construcción de identidades más equitativas para las mujeres rurales en Colombia exige un compromiso colectivo que impulse su participación activa en la sociedad. Así mismo, generar espacios libres de violencia de género y promover una transformación en los imaginarios sociales permitirá que sus voces sean escuchadas y que su papel en la productividad, el uso del suelo y la formulación de políticas sociales de distribución sea reconocido.

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